Por: Rocío Alfaro / MAIZ.
(ALBA Movimientos). La coyuntura electoral costarricense parece tener proyecciones muy sorpresivas, en un país con tradición “democrática”, de avanzada en temas de derechos humanos, con una amplia cobertura educativa, sin grandes eventos de violencia y sin la gran penetración del narcotráfico que se nota en otros países… Pero esto no es real, es parte del mito que se construye sobre Costa Rica y lo que sucede
actualmente es inesperado si no se ha seguido con atención las tendencias económicas, políticas y culturales del país.
¿Qué sucede al día de hoy? Las tendencias de radicalización del discurso de la derecha, la intromisión de capitales narcos, la arremetida ideológica de los grupos neo-integristas (opus dei) y neopentecostales, el ataque a la institucionalidad y al Estado Social de Derecho (desde una corrupción rampante hasta el discurso que desconoce la separación de poderes), la violencia verbal y la tesis de la necesidad del “hombre fuerte” legitimados, la parcialización y/o tibieza de un Tribunal Supremo de Elecciones TSE que no hace valer lo que nuestra constitución indica (prohibición de partidos confesionales
y de utilizar argumentos religiosos en elecciones), una banca estatal que decide sabotear el transparente financiamiento de los partidos, terminan coronando en este proceso electoral, donde la propia oligarquía le apuesta a una campaña por despolitizar/amedrentar a la población y bajar la intensidad del proceso electoral para aumentar el abstencionismo.
No debe olvidarse que hace 4 años por primera vez en Costa Rica -desde el fin de la guerra civil de 1948- la izquierda creció en su expresión política al punto de ser un peligro real para el modelo socioeconómico imperante, al colocarse como la 3era fuerza electoral (posterior a una lucha unificada de todos los demás partidos y cámaras empresariales contra el Frente Amplio al ubicarse momentáneamente en el 1er lugar de
intención de voto), lo que favoreció que ganara la presidencia por primera vez un partido denominado de “centro” fuera del bipartidismo que tradicionalmente se ha alternado en el poder.
Este cambio de actores en el gobierno fue menos que cosmético: las políticas neoliberales se mantuvieron, así como las anti-ambientales, represivas, etc. La corrupción tejió sus hilos de forma más profunda burlando como nunca la institucionalidad y tocando los tres poderes de la República (el denominado caso del CEMENTAZO que es en realidad un
conjunto de casos de robo y desfinanciamiento de la banca estatal).
Mejoras solo se vieron en cuanto a los derechos humanos de la población LGBTI pero serios retrocesos en otras áreas, incluidas las que afectan a las mujeres (campesinas, obreras, indígenas, etc.).
Esta situación puso en evidencia que la oligarquía podía controlar con nuevas formas la misma política, abandonando parcialmente (o mejor dicho oxigenando) la figura desgastada de los partidos tradicionales, así como la existencia de nuevos grupos de poder económico que exigen su espacio y participación. También funcionó para crear nuevos actores para frenar ejes de articulación de las izquierdas y fuerzas progresistas, como lo son la ecología y la diversidad sexual, que hoy son satanizados por grupos fanáticos que se regodean del estilo Trump haciendo del discurso “políticamente incorrecto” un estilo atractivo para los sectores más excluidos.
Por otro lado, el poder de los grupos religiosos de inspiración Opus Dei o las franquicias norteamericanas de iglesias de la teología de la prosperidad (neo pentecostales) muestran su fuerza, planteándose como un nuevo actor poderoso que podrían definir la política nacional, tal y como lo han hecho de forma dramática en países como Brasil, Honduras o Guatemala.
A eso debe sumarse que en Costa Rica el monopolio de los medios de comunicación es fortísimo, el cerco informativo es enorme y las redes, a pesar de la altísima conectividad, no han logrado romperlo. Esta situación en parte se debe a que desgraciadamente el crecimiento de ciber-activismo se ha visto aparejado con el abandono de la movilización popular y la fragmentación organizativa, efecto en parte del “beneficio de la duda” que dieron los movimientos sociales al primer gobierno no bipartidista, y de las debilidades ideológicas y organizativas de la izquierda política que se vienen arrastrando desde la división del PC histórico en 1983, a pesar del enorme crecimiento del Frente Amplio en donde se han sumado casi todos los movimientos herederos y nuevos de la izquierda costarricense.
La situación, a 5 días del día de las elecciones, es bastante confusa y preocupante. Encabezan un día un pastor evangélico que ha hecho de la homofobia su principal herramienta. Otro día un clon de Trump que hace de la ignorancia de cómo funciona el sistema democrático una bandera para acercar a quienes se han sentido excluidos del mismo. En
otro momento encabeza un empresario bananero símbolo del bipartidismo
y posiblemente del partido tradicional de mayor trayectoria de
corrupción. Muy de cerca el otro brazo del bipartidismo escindido en
dos o tres pedazos que apuestan al “río revuelto…” o a simplemente
acumular fuerza para tiempos mejores. El partido de gobierno llamando
de forma desesperada al “voto útil” de sus decepcionadas bases por los
enormes casos de corrupción de su gestión, satanizando a todos los
demás como estrategia que le diera resultado con la campaña
anticomunista con la que llegaron al poder y que, aún hoy, golpea al
Frente Amplio. Y este último que no logró levantar vuelo, tras
sabotaje externo e interno y contradicciones no resueltas al momento
de iniciar la campaña.
Ninguno tiene opción de ganar en primera vuelta. Ni la izquierda ni el
mal llamado progresismo parecen tener oportunidad alguna -en caso
(casi milagroso) de llegar a la 2da ronda- de sumar lo suficiente para
enfrentar las fuerzas de una derecha envalentonada que parece haber
apostado en este siglo a un estilo violento, corrupto, ignorante y
fanático que ya hemos visto en países hermanos, para seguir imponiendo
el modelo neoliberal, extractivista, racista y patriarcal.