Carlos Méndez

El silencio de la noche se acerca y algunos ladridos de perros se oyen no muy lejos de acá. Son ladridos espantando intrusos. Aquí, el árbol de navidad, sus luces y adornos, no se ven por ningún lado, aunque Roberto, faltando apenas dos días para el 24 de noche buena ya tiene improvisada la champa que amorosamente construye todos los años, al pie de la casa donde vive doña Carmen, la mamá de Tila. Es una champa llena de gloria, torrejas, tamales, cerveza y chancho horneado, pero además, de los afectos familiares puestos a prueba en cada fibra del amasijo de hojas de chaparro y veranera para el techo y sus postes de ramas gruesas, traídos en las espaldas del viejo jeep, el mismo en que Olbert aprendiera algunas lecciones de mecánica. 

Es hora del descanso nocturno, aunque la grulla de la inocencia no cesa de lanzar silbadores, reventar cachinflines y algunos morteros. Sayda, la chigüina que se roba los confites de la pulpería de su madre, atiende el primer llamado para dormir; lo mismo, pero en la casa del fondo, Carlitos y Olbert se tiran en su cama luego de leer un par de paquines de Condorito en un día cargado de emociones, juegos y diversiones hasta el cansancio. Se acuestan prendidos de la promesa de un regalo navideño paternal ofrecido para estos días.

La noche danza abrigando con su cobija el sueño de los jícaros, gallinas, la perrita blanca, las veraneras rojas y a los cipotes del barrio con sus familias.

Afuera un viento cuasi macondiano hace remolino arrastrando polvo por varias cuadras. Algunos chuchos siguen ladrando a lo lejos, espantando fantasmas y duendes que solo ellos pueden ver y olfatear. La madrugada ha llegado. Una bici nueva, de paquete, con un chonguito navideño, aparece de repente, al pie del poste de hierro que sostiene el corredor pequeño, de la casa de doña Carmen. Olbert y su hermano ven con sus ojitos tiernos, la bicicleta fotografiada en sus ilusiones. La bika, está allí, iluminada por miles de luciérnagas que ríen y se divierten por los contornos de las llantas, manubrios, cadena, pedales, parrilla y asiento, dejando un amasijo de luz que cubre todo el corredor y parte de la calle aledaña a esta casa. 

-¡Montemonos vo!

Un viento fresco, a pesar del calor existente por el día, inunda la piel y las calles. Un paseo infantil arranca desde la casa de la abuela. La bicicleta se desliza, pedaleada, por el camino de tierra, mientras miles de niños, periquitos, chorchas, zanates y mariposas, van tras el vehículo de dos ruedas. La algarabía de los cipotes inunda el barrio y toda la ciudad. 


-¡Corrè más duro que nos alcanzan!
-Va, pues


Pasan por el campo de fútbol, el que está pegado en las proximidades de la Escuela 14 de julio. 

-Dale más duro.

La cipotada corre pero hay un momento que ya no pueden alcanzar la bicicleta, porque ésta despega de la tierra hacia arriba, burlándo la ley de gravedad. Se va allí y allá, y más a lo lejos, donde solo se puede besar el viento, la risa de una luna redonda, las siete cabritas, el arado, la osa mayor y miles de estrellas como pegadas a un cielo negro suave e iluminado.

Desde arriba, el par de niños, desde su aparato volador, pueden ver el montón de bichos caretos que no salen de su asombro viendo volar a la bicicleta y sus pequeños pasajeros. 


Se arma un relajo. El barrio despierta obligado. Sale a la calle para ver hacia el cielo donde solo pueden ver la luna de estos días, hermosa, grandota y chapuda como todos los fines de año. Yapita y su mamá, Sayda, Tila y Jorge, salen asustados a la calle ante el griterío pero ya no pueden ver nada, ante los dedos del cipotero apuntando al cielo. Desde arriba los niños viajeros ríen, ven el punto de donde despegaron, y en sus pupilas, desde arriba, retratan las casas de la ciudad, como cajitas de fósforos desordenadas así como el montón de gente apiñada en las esquinas de las cuadras de todos los barrios y que parecen pichinguitos de un nacimiento navideño proletario y adentro del mismo, el puente de Choluteca con sus brazos de metal extendidos desde sus torres principales. Pueden atisbar, además, hacia el centro de la ciudad, un enorme cartel pintado a mano, anunciando una película para el fin de semana en el Cine Rex: PROXIMO SABADO GRAN ESTRENO: E.T. de Steven Spielberg ¡NO SE LA PIERDA!.


La madrugada camina presurosa con sus alas de vida hacia un nuevo encuentro con un albor de verso. Es de día. La mañanita entra con una sonrisa por las rendijas de las ventanas. Un gallo y unas gallinas hacen relajo en el patio de la casa y las voces de unas mujeres adultas despiertan a Olbert que se levanta, como impulsado por un imán poderoso y sin decir nada, corre velozmente y desnudo hacia el corredorcito de la casa de su abuela.


La bici con la que acababa de soñar en su vuelo alucinante por la madrugada, está allí, iluminada, con un gran chongo verdi-rojo, descansando sobre el tubo de hierro.


Cuando su hermano llega corriendo, ya es tarde. Olbert ha puesto sus manitas sobre los manubrios y se ha ido encar-amado montado en su sueño de dos ruedas, chiflando canciones ininteligibles angelicales y sublimes. Son los estribillos de un niño travieso y eterno.
22 de diciembre 2013