Por Allan McDonald

Tegucigalpa, Honduras | Reporteros de Investigación

Aquel marzo de 1982 las vistas del álbum se compraban en la pulpería “La popular”, en plena esquina del barrio la Guadalupe, y allí las cipotas hacían fila comprando las fotos satinadas en repetidos papelitos donde aparecían los brillantes frenillos de un tal Ricky… Una especie de niñato de pelo embrujado con la grasa enrollada como caligrafía.

Mis hermanas, sherry y Jenny, adolecentes de 12 años, lloraban por los 10 centavos que valía el sobre, y se ponían a barrer la casa, a regar las flores desde la mañana por esos diez centavos….

Un día le pregunté a Jenny que hacía con las vistas repetidas, y me respondió con la claridad silvestre de la verdad ya destrozada por la imaginación:

-Las guardo, para cuando quiera repetir mis alegrías.

Nunca volví a preguntar nada.

El domingo se anunciaba en canal 5, que vendría el grupo puertorriqueño Menudo, y el estadio nacional entre la locura se desparramaba contra los vientos imposibles de la razón, miles de miles de niñas vestidas de traje espaciales, dorados y plateados como si fueran a un kínder de la luna.

Con los álbumes repletos hacían fila en Televicentro para ganarse un boleto al espectáculo.

Nunca antes en Honduras hubo tal delirio por algún grupo de músicos, nada registra la historia ni la memoria de esa enajenación que envolvía la bruma de la infancia.

La Terry andaba una vincha con unos corazoncitos de calcomanía escarchada pegados que decía Menudo, así con esas letras de estrellas ochenteras, Sherry, Juanita, Patricia, Dirla, Jenny, Candy , Tania y todas la chavalitas del barrio se morían por ese boleto, y como el estadio estaba a unas dos cuadras, salían en bandadas para ver el grupo Menudo.

Yo entonces tenía mucha nostalgia por que no eran mis músicos, ni mi espectáculo, los cipotes nos quedábamos jugando en una esquina del barrio, viendo las luces del estadio desde la acera alta de Tamarita Girón, donde vendía los mejores popsicles del mundo, y allí en silencio arrinconados unos sobre otros con las manos en las rodillas miserables de la tierra que barría el viento maldito de las horas que se iban junto a la vida… Allí, solitos, todos los varones infantes del barrio nos quedábamos y nadie decía nada sobre los tales Menudos.
Todos tristes porque las cipotas más bonitas suspiraban por los melenudos niñatos que bailaban al embrujo de los billetes que caían del cielo, un baile torpe pero fabuloso ante la alegría desbocada.

Todos estábamos nostálgicos y celosos, hasta que pasó mi tío Óscar por la esquina del billar, que salía de la cantina de don Celán, y sosteniéndose en la pared verde aqua que tienen todas las cantinas de barrio; nos miró con los ojos infinitos del brillo atormentado del desierto alcoholizado y nos grito:

-¡Hey cipotes que hacen allí!

-¡Viendo los Menudos! respondimos…

-¡Esos son culeros! – nos gritó.

Hasta allí llegaron lo celos que me comían el alma.
Y me fui a la casa, me puse ver los Titanes en el Ring.
A las nueve llegaron las cipotas cantando:

Súbete a mi moto,
Nunca has conocido
Un amor tan veloz.
Súbete a mi moto,
Ella guardara
El secreto de dos
De los dos…

Como una alergia acústica sentí mi alma revolcarse en el insomnio de no entender que era el amor.

Y desde entonces ya no creo en los celos ni en las motos.

El álbum aun está en la casa.