Rafael Heliodoro Valle (1948)
Tegucigalpa, Honduras (Reporteros de Investigación)
La historia de Honduras puede escribirse en una lagrima. País de pinos en primavera y de montañas difíciles, por él han corrido largos días de sangre en una larga noche de odio y de dolor, en él han nacido, flores llenas de luz, algunas de las almas insignes de América: el pensador José del Valle ciudadano de un mundo antípoda: Francisco Morazán, hombre telúrico que construyó antes que muchos héroes de la América Española la ciudad utópica en que todos los hombres deben nacer libres y vivir como hermanos; José Trinidad Reyes, el sabio y educador que vivió en su Hircarnia nocturna, poniendo en el pecho áspero de las fieras, un corazón de miel; y Marco Aurelio Soto, el estadista que hizo la reforma liberal, decapitando cortacabezas y alzando sobre el filo de los machetes salvajes un trono provisional a la cultura.
En ese país, bajo ese cielo suave que no se ha podido entender aún con esta tierra, nació una hermosa claridad: Ramón Rosa. Hace un siglo justo, un 14 de julio adivino en Tegucigalpa, sin àureos dones en la cuna, porque sus diamantes hereditarios eran otros, humillado por no haber surgido como fruto de bodas, el hombre que ha enriquecido a Honduras con el oro de su pensamiento, la plata de su lirismo, el hierro de su voluntad.
Entre sus antecesores tenía cuatro ilustres: José Simeon de Zelaya, el teólogo que construyó con su dinero el mejor católico de la ciudad en que el patrono San Miguel no ha podido aún exterminar al Diablo; Felipe Santiago Reyes, maestro de música que puso clave de sol en el acta de adhesión a la independencia de 1821; el Dr. José Trinidad Reyes, uno de los pilotos espirituales que más han hecho por la redención de su pueblo y cuyo nombre está vinculado a la fundación de la Universidad de Honduras, y otro de los fundadores, discípulo y maestro a la vez, el Dr. Máximo Soto.
Era Tegucigalpa en 1848 una de las ciudades más olvidadas por los ángeles y por los hombres: una ciudad hundida en los Andes, con dos ríos que inútilmente siguen dando su lección de fraternidad al juntarse bajo los arcos del Puente Mallol; con aires que bajaban a su regazo desde las copas de los pinares; con lentas campanas melodiosas presidiendo las tareas domésticas y los chismes de los políticastros que se agazapaban detrás de los balcones para ver madurar, sin riesgo, la Nueva rebelión contra el regimen; y unas palomas que ponían su nota blanca en aquellos días negros. Las gentes se asomaban a la puerta cuando sentía el paso de los correos expresos que llegaban de Comayagua con noticias del complot frustrado o con las hojas volantes en que algún general en Estado de merecer la presidencia hacía a sus queridos conciudadanos una de esas promesas que parten el alma o que cambian el curso de las estaciones. Así era Tegucigalpa, remota y feliz con su plaza y sus portales, su Calle del Comercio, ya sin bonanza de las minas y con 10,000 habitantes que oían atentamente los sermones del Padre Reyes, pagaban puntualmente diezmos y primicias; pero eran míseros pecadores, algunos de ellos en pecado mortal. Al otro lado del Río Grande, vivían como si fuesen habitantes de otro mundo, los indios de Comayagüela, que enseñaban su complejo de inferioridad al solo oír los apellidos en que temblaban recuerdos de días argentíferos: Vásquez, Zelaya, Midence, Ferrari, Fiallos y Vigil.
En una de las casas más humildes se crió el hijo de doña Isidora Rosa y don Juan José Soto- ¡las damas primero! – a la sombra de la madre amorosa, y así pudo concurrir a la escuela de la maestra Escolástica – que enseñaba a leer, escribir y las cuatro reglas de la aritmética, además de elementos de urbanidad- sintió que el alma se le abrían unas puertas azules, para atisbar con nostalgia creciente las ciudades de otros países, y los ríos que le transportaban en canoa de sueños hacia el mar. Siete años tenía cuando vio rodeado de cirios, examine para siempre a su tío el Padre Reyes, y presenció sus funerales que durante siete días hicieron llorar a las campanas de las siete iglesias.
Su niñez y adolescencia transcurrieron en un clima mortal, entre lamentos de heridos que habían dado su sangre para prolongar la vida de los generales que volvían del desierto o de los que caían del sólido codiciado, sin que ninguno de ellos hubiese hecho la felicidad de su amado pueblo.
Había nacido el mismo día en que nació otra Constitución Política, y no cabían en los 120.000 kilómetros cuadrados de la República, los tres próceres: Juan Lindo, Francisco Ferrera y Santos Guardiola.. El cónsul inglés Mr. Federico Chatfield aparecía, de pronto, en la escena, adueñandose de una isla en que había un tigre fantasmal. De 1848 a 1867- en que se trasladó a la capital de Guatemala, para seguir sus estudios de jurisprudencia- la hemorragia de Honduras fue intermitente. Alianzas de los caciques con banda presidencial y abundante carne de cañón, íntrigas menudas, engañifas, alharaca, toques de clarín, divisas rojas o verdes en el sombrero, anarquía a tambor batiente… Se seguía hablando de unión centroamericana en discursos pomposos y en pactos que, al día siguiente de firmados, se convertían en reliquias de archivos. Aún vivían algunos de los epígonos del General Morazàn, otros habían peleado en Nicaragua contra el filibustero William Walker y, al regresar bajo arcos triunfales e inciensos de tedeums, se sentían más presidenciables que de costumbre; y así fueron, vinieron y volvieron Xatruch y Guardiola, Cabañas y Juan López, Arias y Medina, medinitas y medinones. Mientras se desangraba Honduras y se hablaba de una nueva reforma de la Constitución y los antropófagos deglutían y el país continuaba en bancarrota, el odio en Centroamérica seguía su marcha triunfal, se barrio en barrio, de ciudad en ciudad, de país en país.
Ramón Rosa vio florecer su angustiada adolescencia en aquella atmósfera de espanto y toques de somatén; y en la memoria se le quedó indeleble el grito de terror que, al rayar el alba o entre la noche quieta, surgía de pronto: «Los Indios» ¡Los Indios! Eran el «coco,» de los niños y los adultos, pues de súbito hacían irrupción hablando castellano de Curarén o de Texiguat, las hordas sanguinarias.
Tegucigalpa, Honduras, 1948
Por: Rafael Heliodoro Valle
(Hondureño)