Por Allan McDonald

Tegucigalpa, Honduras | Reporteros de Investigación

El estreno fue un martes, 25 de diciembre de 1984. Un mes antes, ya sonaba en la radio, el escándalo del año. La película del año.

Mi papá me compró una camiseta con la imagen pegada en el pecho. Y alegre de la mano de él llegué al cine Centenario donde no cabía una aguja, simultáneamente se estrenaba en cinco cines más: en el Obelisco, en el Clamer, en el Alpha y Omega y en el Variedades.

Eran las tandas de las 7 p.m y entré y los gritos despavoridos y la canción de Ray Parker jr trituraban el aire como un terremoto invisible, desbocado por los relámpagos de la música.

De repente se apagaron las luces, como cuando se apagan los suspiros y apareció en la pantalla Bill Murray, Dan Aykroyd, y Rick Moranis, y Ray Parker seguía cantando y los fantasmitas volaban y a mitad de la película justo cuando sobrevolaban en el cielo falso de Nueva York, las sombras de ciencia ficción, de golpe, como costumbre montaraz se encendieron las luces y entró la jauría verde olivo a reclutar gente a mansalva. Los tomaron del pelo y los que apenas salieron entre la multitud se guindaron de las cortinas rojizas de la pantalla en tecnicolor.
La esquizofrenia fue brutal.

Salí de la mano de mi papá.

Afuera un bus de ruta urbana esperaba con la puerta abierta como jaula, donde pasaban los jóvenes atrapados con la cabeza agachada y los cazafantasmas de verde sonreían por los trofeos de la democracia.

Ya no voy al cine. Mi papá ya murió. Y mis fantasmas también.