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El llanto más largo del mundo

Por Allan Mc Donald

Tegucigalpa, Honduras (RI). Llovió toda la tarde.

Chale Cabrera me fue a buscar a mi casa a las 5 pm. Mi casa de bahareque hecha a mano, con patios larguísimos sombreado con geranios desparramados bajo el polvoso tedio de aquel Valle de Ángeles de 1984.

Yo de 12 y Chale de 17 años entonces, llegó agitado con la camisa desabrochada alborotando su voz:

– Vamos a la runga de San Juancito!
-Venite, va ir el Zarco Cerrato!

El Zarco Cerrato era un jornalero de ojos verdes y pelo domado con brillantina Glostora, tenía el pegue del siglo con las mujeres, teníamos que pagarle para que fuera con nosotros, más los viáticos que no era más que una Coca-Cola y 5 pesos en pastelitos de perro, que se recetaba sentado en el parque.

-Si va el Zarco si voy – le respondía al Chale.

Me alegraba, porque las cipotas revoleteaban a su lado y nosotros conseguíamos aún que sea una tocadita de mano; que ese era el WhatsApp de antes.

El Zarco que no hablaba mucho, por su pena de guapo pobre, sin gracia, su risa torpe, su cuerpo hecho de bambú, amarillo pálido, alto y flaco y usaba una faja con la hebilla de Marlboro. Tenía la cara de Robert Redford.
Chale soltaba los viáticos y 5 pesos en pasteles y otros 5 que le daba por aceptar.

-Primero tenés que dárselos a mi mamita- que así le decía a la abuela, que era doña Brígida: Una anciana que le volaban las hebras blancas del pelo como mariposas al matadero de la vida y que había criado aquella criatura bendita de talante irresistible para las mujeres que se pintaban la cara con achiote, solo por él.

Chale, con el rostro incendiado por la emoción de aquel sábado 23 de junio, me dijo:
-Mirá, el día de San Juan es mañana 24, pero como cae domingo, la runga es hoy, ya todo está arreglado.
-Y yo de que te sirvo- le preguntaba.
-El Zarco es turbio con la carita y vos sos turbio con las tapas, Si les decís algo a ese mujeral que anda en esa feria, se vuelven locas – me decía.
-Pero para vos no hay viáticos.
-Esta bien – decía yo, con las ganas de salir de aquel pueblo postrado por el abandono.

Chale Cabrera, adolecente que trabaja encaramado en un bus de su familia, hábil en las artes masoquistas del amor, no sabía como introducirse a las mujeres, pero si había una mirada, una sonrisa, un “hola”, esa mujer ya jamás saldría de sus brazos.

Pero para conseguir ese “hola”, ese era su gran infortunio, no sabía como hacer ante esa espantosa angustia y para eso nos llevaba al Zarco y a mí, que según Chale, éramos el puente sentimental para que él cruzara con el corazón sincero a los brazos abiertos de sus amores imposibles.

Salimos a las 6. pm a esperar el bus. La lluvia era lerda, pero copiosa. Las calles eran como ríos sin cause, encharcados en un chagüite de lodillo negro.
Chale con su chumpa de cuero, con sus tenis Bracos, de El Salvador, y su pescuezo brillante.

-Que te echaste – le preguntaba.
-Jodás, puro Azzaro original – me decía, y en eso venía el bus, y no se paró. Un alma más no cabía. El bus era un cajón metálico destartalado de transportes San Rafael, se desatornillaba en medio de aquel chubasco lodoso.
– Es el último – decía el Chale y salíamos detrás de aquel Ford Thomas amarillo. Del amarillo que tienen los pájaros muertos.

-¿Y el Zarco culero que se hizo? – gritaba Chale
– Se quedó en la pulpería comprando – le decía en medio de la corrida. Y miraba para atrás y allá venía el Zarco con una Coca-Cola en bolsa y una ristra de churros.
-Ese pendejo solo esa papada se harta que le deja anaranjada las tapas – decía el Chale y nos reíamos y corríamos sin alcanzar el bus que iba lento en medio del pantano de lodo.

Al fin tocamos con la yema de los dedos la lata trasera, pero no lográbamos subirnos, hasta que un viejo de sombrero tigriado nos dio la mano y subimos felices a aquel manicomio de gente que iba a la feria de San Juancito.
Y el Zarco seguía corriendo y le dimos la mano casi en el último arrancón de aquel bus que se hamaqueaba entre los ronquidos moribundos del motor diésel que bramaba sin pena y sin gloria.
Se subió y nos quedamos viendo llenos de lodo. Y el Zarco dijo con la pajilla trabada en las comisuras de los labios salpicados de churro:
-¡Quien putas le va a hacer caso con esas fachas!
– ¡Que cagadal! – decía Chale.
– Ahora sigamos- les decía.
Llegamos a la fiesta. El pueblo que era un laberinto de piedras y minas explotadas con la sangre de hombres y mujeres, que en una época gloriosa fue el Trade Center Business de Honduras.

-Esperemos que nos sequemos- decía el Chale.
– Con la chumpa no hay pedo, decía.
Yo entonces me senté en un barandal del puente. Viendo pasar aquel mujeral, que suspiraban por el Zarco. Que entonces tenía 20 años, fornido de 1.84 de estatura, pelo engominado de brillantina, rubio y mirada verduzca, que es el verde de los pobres.
Andaba camisa de cuadros. – Al menos no se nota el lodo en mí – decía riéndose.

La virtud del Zarco Cerrato era no saber, que las mujeres se enloquecían con él.
Chale le decía:
– Mirá, te pagamos para que andés con nosotros, pero no hablés, dejá a Mac que hable y cuando esté la rueda de mujeres, yo caigo y suelto los frescos.
– Ese es el plan cabroncitos. No se salgan del huacal – decía mientras se peinaba como John Travolta y se desabotonaba los 3 ojales del pecho.
– Te vas a congelar Chale – le decía yo .
– Jodás y la cadenita de oro, no se va a ver… gueeeevos- me decía -Este chojín lo espero todo el año.

Nos acercamos al salón de madera, que de lejos parecía el arca de Noé abandonada en el desierto empedrado de aquel dilubio de bailarines.

No habíamos entrado y ya el Zarco había acaparado 3 cipotas de Tegucigalpa.
– Este maje nos va hacer la quiebra- decía Chale, y lo llamaba con el dedo como si halara un revolver de celos y reclamos.
– Mire cabroncito, lo trajimos para que nos presente todo lo que acapare. Y nada.
– Ajá y los 5 pesos de pastelitos- reclamaba el Zarco.
– A la salida, espérate que ahorita vamos a entrar- decía el Chale y sacaba de su chumpa una cajita de chicles Adam, y nos daba. Se peinaba bailando en su decimoquinta vez y se acomodaba la cadenita, que era una figura de hoja de afeitar de oro. Y otra cadenita en la muñeca que le brillaba.
– Esa es de oro también- le preguntaba el Zarco.
-No. Está, me la gané en una rifa, pero se ve pintosa y no hablés cabroncito- decía el Chale que se abría paso entre la multitud en aquel cajón de madera, que no cabía ni un centímetro de aire. Eran las 8 de la noche según mi reloj calculadora, que compré en 25 lempiras en el Nilo; andar ese reloj, era una marca de “jaylay” en esa época, según mi hinchazón adolescente que descubría el universo ensartado en unos All Star, azules aqua.

Dieron casi las 9 y no bailamos nada. El chale nos llamó con el dedo del gatillo y con las manos en la cintura, como si fuera el capitán América y con la mirada cruda, nos dijo sin tapujos:
– ¡Qué pasa cabrones! Vos no has presentado nada – le decía al Zarco – y vos a nadie le hablás – me decía.
– Tanta a paja que tenés.
– Solo es cuando escribo – le decía y el Chale, que sabía de mi “fama” por hacer cartas de amor en la escuela y que cobraba a tostón, y a peso si caía la susodicha cipota de sexto grado, que era allí donde estaba mi “clientela”.

-Es lo mismo – me decía.
– solo imaginá que estás escribiendo.

En medio de ese alegato estábamos cuando salió “Hotel California” y Chale desapareció sin rastro, solo el polvo de los tenis Bracos quedó en el aire y en segundos ya lo mirábamos arrinconado en el pecho de una mujer.
-Esta rola no la pierdo- decía riéndose con su cadenita de oro y el Azzaro volando en medio de aquella masa de miserables envueltos en la burbuja de los sueños de la juventud eterna.

Al Zarco le tendieron como 100 manos para bailar, no sabía que la mujeres sacan a bailar, pensaba. Y el decía no.
– Andá le decía y conseguí frescos.
– No se bailar Tito – me decía, humildemente.
-Acá ando una Tor-Trix me decía, sacando aquella ristra de churros de la Bolsa. Y masticábamos riéndonos de las luces que bailaban en la pared de madera. Luces que se repetían de una bola con retazos de espejos hechos añicos y pegados con Resistol.
Y el “Hotel California” seguía sonando. De pronto, sin terminar la canción, nos tocó el hombro el Chale y nos dijo.
-¡ Vámonos a la mierda, pero ya!

Salimos entre empujones y allá fuera, lo vimos ya descompuesto el hombre.
-Qué pasó le dijo el Zarco.
– Allá está mi encule bailando con otro y agarrado de la mano.
– Cuál le preguntaba.
-Es mi ex y todavía me dijo que no iba a venir. Y mírala apercollada con un mafufo de Tegus- decía el Chale y en ese aliento último, donde dijo “apercollada” ya se le salían las lágrimas, que temblaban como el rocío del destino.

Hubo silencio y “Hotel California” seguía y el Chale se desbarató y se metió debajo del salón a llorar, un llanto amargo largo, el Zarco me vio y dijo:
– Parece que lo hubieran matado.
– Y eso fue lo que pasó – le respondí al Zarco, que no entendió la metáfora desgraciada del sufrimiento y qué va a saber, si él nunca supo lo que era no ser correspondido.

Y el Chale con las manos cruzadas, haciendo una mesita de noche con sus rodillas y brazos, escondía la puñaladas de sus lágrimas. Nos alejamos por respeto y desde el otro lado de la calle sentados en unas gradas de piedras, mirábamos aquella sombra, que solo nosotros sabíamos que estaba abajo de aquel cajón de madera, donde el Chale se medio paraba para ver su amor por las rendijas de las tablas y se quedaba quedito y luego más fuerte soltaba el llanto. La había visto por esas líneas de tragaluz de las tablas y el hombre no soportó ese dolor. Y repetía ese trance cada 3 minutos y cada 3 minutos más lloraba con alaridos, como si las mismas tablas soltaban los clavos y le cayeran en el pecho.

Dieron las 6 de la mañana y el Zarco me dice:
– Yo creo que ya no hay pastelitos.
-Cállate, mejor vamos a ver que le pasó a Chale – y el Chale salía agarrado de nuestras manos, con los ojos vacíos, con el rostro bañado con las telarañas de la miseria humana. El pelo revuelto, ya la loción Azzaro era un revoltijo de orines y cerveza imperial. El hombre sin más alma que las hilachas de su hálito amargo, seguía llorando ya en la calle.

– Salgamos al desvío, allá agarramos el bus de Cantarranas- decía el Zarco y así pasamos por en medio del pueblo de San Juancito y nadie habló pero yo arrastraba la mirada sobre las piedras y pensé en los mineros tristes que morían bajo esas piedras pardas que yo tropezaba. Miraba al suelo y de reojo avistaba apenas los tenis Bracos de Chale, que caminaban despacio y sabía en el fondo de mí, que ese es el caminado de los que agonizan por amor.

Llegamos a la carretera una hora después y no pasaban buses. Solo los gorriones alborotados cantaban y eso era una tragedia saber, que un pájaro era más feliz que un hombre.

Nadie habló. El camión de Gilberto Godoy, se detuvo en medio de la neblina. Nos dio jalón aquel viejo vecino de nuestro pueblo, que nos conocía desde niños.

-Váyanse atrás- decía y nos encaramábamos sobre unos sacos de repollos.
Chale se fue a la esquina y puso sus brazos cruzados sobre el techo de aquel camioncito Isuzu. Nosotros con el Zarco nos quedamos en el fondo, agarrados de un lazo atravesado. Y el Zarco me decía quedito tocándome el hombro.
-Tito, me jodí con los pastelitos.
-Cállate -le decía- ni le acordés a ese hombre.
– Pero no es culpa mía- decía mientras se rascaba su engominado pelo, que ya no tenía brillantina, sino una nube de polvo sobre la cresta blancuzca del viento podrido de soledad que se sentía.

Llegamos. Nos bajamos frente a la casa del Chileno. Un viejo que vendía ciruelas los domingos y que le decían así por su exilio de aquel país de gorilas.

Allí nos bajamos, di las gracias a Gilberto Godoy y nos fuimos sin decir nada, solo el ruido húmedo de los “Bracos” lodosos de Chale se escuchaba aquel domingo a las 8 a.m. en la calle zanjeada de adoquines recién puestos en Valle de Ángeles.

La neblina de esa mañana se levantó aun humeante con los años acuestas y opacó la vida.

32 años después me encontré al Chale en una cafetería de Valle de Ángeles, sólo. Sentado, jugando con la cuchara plateada sin azúcar sobre el tazón. Lo vi de lejos. Estaba viendo la carretera.

Lo salude, se alegró, verme. Ya no usabas los tenis guanacos. Ya no andaba la cadenita de Gillette de oro, su pelo ya blanco, sus ojos ya más alegres, pero sin el brillo de aquella ilusión apercollada en el recuerdo.

Le pregunté por el Zarco.
-Se mató el Zarco – me dijo…
-Cómo- pregunté, ya en sentido contrario al encuentro aquel.
– Se envenenó con fungicida. Murió sólo el Zarco, nunca se casó, vivía en la montana, ya viejo… Hace 6 meses.

Quien diría que se quedaría sólo, sin un amor. Dije sin ánimo de no decir nada.

Nos quedamos en silencio sin mencionar esta historia.

Me senté a la par de él, a ver la carretera como quien ve un hijo dormido.

-Qué hay de bueno Chale- Pregunté.
Entonces suspiró con el viento podrido en soledad de aquel lodazal del 23 de junio de 1984.

Puso sus brazos cruzados sobre la mesa de madera. Bajó la cabeza, y miró por el tragaluz de las tablas de la mesa, como antes lo hizo bajo el salón.

-No hay nada bueno…

y sin quitar la mirada del tragaluz que le tragaba la vida, remató con voz quedita:

-Llovió toda la tarde,

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Allan Mcdonald

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